lunes, 7 de noviembre de 2016

El Rabelista en la Azotea (Relato Corto)

“¡Uuuuuff… llaman a la puerta! ¿Quién será a las nueve de la mañana?” Decido continuar acostado a ver si desisten de oprimir constantemente ese incordiador pulsador, pero nada: dale que dale, así que me reclino y realizo la transición a mi inseparable “Ruedinas” y me dirijo a la puerta mientras no deja de sonar el maldito ruidito. Abro y ante mi veo un chico muy joven, muy repeinado y con un bonito traje gris; él me mira con cierto asombro posiblemente por verme en la silla y quizás entendiendo que llegar hasta la puerta habría sido una labor un tanto farragosa para mi, y más encontrándome acostado. Pregunta por Nazario Abascal, le contesto que soy yo y me dice con voz temblorosa que me trae una oferta estupenda para pagar menos en el recibo de la luz, me quedo unos instantes mirándole a los ojos con una mezcla de cansancio y furia asesina de lo cual atisbo que él se percata pues palidece y traga saliva y esboza una tímida sonrisa pecadora. Intento serenarme tomo una bocanada de aire y opto por decirle para poder quitármelo de en medio rápida y civilizadamente, que soy subdirector de una empresa eléctrica de la competencia ante lo cual él no sabe cómo reaccionar y me pide disculpas, abandonando la puerta de mi domicilio apresuradamente, sin más dilación.

Bueno puesto que me espabiló el “Repeinao” éste, me iré a la cocina y me prepararé un café, que anoche me acosté muy tarde tañendo el rabel. También aprovecharé a recoger un poco por aquí que hoy no viene Virtudes a ayudarme a mantener la casa en una situación más que aceptable. Virtudes viene ya desde hace doce años cuatro días a la semana, que fue cuando mi esposa decidió romper nuestra relación. En aquel tiempo dos años atrás yo había sufrido un accidente de circulación que me relegó perpetuamente con “Ruedinas”. Mi esposa alegaba que el accidente no era el motivo por el que se marchaba, decía que los hijos ya eran mayores y estaban independizados y que ella necesitaba encontrarse a sí misma y evolucionar por otro camino pero que me quería mucho. Cuál fue mi sorpresa que a la semana de irse me entero de que está viviendo con Gervasio, mira qué casualidad, el monitor de su Gimnasio. Pero bueno, así son las cosas y por un lado tal vez sería lo mejor, pues pienso que ella nunca me amó, sin querer entrar en más detalles.
El café… ¡qué bien huele el café, me encanta su aroma! Me voy a servir una taza y lo tomaré en la galería, ya que es pronto y me recrearé con el pulular de los viandantes por la calle: desde aquí puedo observar mi calle completamente.  ¡Anda el “Repeinao” entra en un portal! Pobre chico: tendrá unos dieciocho o diecinueve años; me recuerda a mí mismo cuando empecé de agente comercial de aparatos de radio y televisión e iba a visitar distintos comercios para que adquiriesen mi marca. Cuando empecé tenia diecinueve años, y había estudiado electricidad. En la empresa donde comencé, a los tres meses quedó libre una plaza de agente comercial y viéndome yo, que en el taller, tantas horas seguidas, me resultaba bastante tedioso, decidí demandar dicha vacante y así estuve treinta y cuatro años recorriendo de lunes a viernes la zona norte de España. En verdad fue un acierto dicha elección, pues el hecho de trabajar solo, viajando y con cierta libertad no me resultaba en absoluto sacrificado.
Hasta que un día circulaba con mi flamante vehiculo por un puerto de montaña: entonces ni los puertos ni los vehículos eran lo que son ahora y vi un camión de ganado que bajaba a una velocidad fuera de lo normal y se aproximaba de manera inexorable hacia mí. En el ultimo instante, y viendo que el choque frontal era ya casi irremediable, decidí salir de la carretera y caer al terraplén; eso fue lo último que recuerdo de aquella fatídica jornada.
Cuando recuperé la lucidez, me encontraba postrado en la cama de un hospital; mi esposa  estaba sentada a mi lado leyendo una revista de moda y no se había percatado de mi consciencia y exclame “¿Silvia que me ha pasado?” En eso ella cerró como un resorte la publicación que ejercía de telón entre ella y yo y me miró con gesto de circunstancia diciéndome: “Tuviste un accidente”. En ese momento yo no quise preguntar más pues sentía que en mi cuerpo algo no iba bien y no quería preocupar a los demás con mis conjeturas. A la mañana siguiente acudió el medico a mi habitación y certificó lo que yo ya había barruntado toda la noche: ROTURA DE MEDULA. No volvería a caminar. En ese momento, ciertamente, lo acepté de una manera muy fría, pues lo último que pensé fue en mi persona.  Primero pensé en mis hijos y estaba tranquilo puesto que ya se encontraban emancipados y con un prometedor futuro. La verdad que únicamente era ese punto el que me podía preocupar en ese momento, pues sentía que hasta ese instante había cumplido con lo que esperaban mi familia y el sistema de mí.
El doctor me comunicó que seguiría unos días ingresado y después me llevarían mes y medio a una residencia para terminar mi recuperación y donde me darían consejos y directrices para afrontar mi nueva etapa. Durante los nueve días que pase ingresado en el hospital tuve tiempo de reflexionar sobre mi vida pasada e intentar visualizar mi incierto futuro.
Llegó el día del traslado y mi esposa no estaba, seguro que estaba en el gimnasio: se pasaba allí las mañanas metida y el resto del día con las amigas y en tiendas. Me subieron a una ambulancia e ingresé en mi nueva residencia. Avanzamos por distintos pasillos y llegamos hasta lo que seria por una temporada mi “entorno particular”. Ya recién recostado en mi moderna cama que poseía un mando para poder adoptar distintas posiciones pude contemplar por la ventana que me encontraba en un lugar realmente bello y paradisíaco en el que visualizaba un entorno boscoso.
Los días comenzaron con la rutina lógica de esos lugares: fisioterapeutas, psicólogos, nutricionistas, etc. Me enseñaron a transitar con mi nueva compañera y la verdad que la acepté de buen grado desde el primer momento pues aunque en un principio la veía como el lastre de mi futura vida; al poco fue todo lo contrario, y seria ella la que me daría la libertad. En la residencia, cuando no tenía actividades que realizar, me iba con “Ruedinas” al pueblo de al lado y paseaba y conversaba con sus gentes, en una ocasión que volvía por una calle, por la que nunca antes había transitado, escuché en una especie de garaje un violín y hombre que canturreaba: “La mujer que no come con su marido lo mejor del puchero se lo ha comido” /  “Al cura de Villa del Río todos le llaman padre, menos los hijos que le llaman tío”
Yo, la verdad que no daba crédito a lo que escuchaba; eso si, con una gran sonrisa en mi boca, al borde de la carcajada me aproximé a la puerta de dicho lugar y en ese momento vi un hombre mayor que sentado portaba entre sus piernas una especie de violín. Él levantó la cabeza dejó de tocar y me sonrió con una afable sonrisa y me dijo: “Hola, Paisanuco”. Le di las buenas tardes y le pregunté qué instrumento era ese, y él exclamó con una mezcla entre la ofensa y la sorpresa: “¡Joder, es un rabel, chaval!” Y al momento soltó una gran carcajada y me indicó que ese instrumento en esta región todo el mundo lo conocía. Le dije que hasta la fecha yo siempre había estado viajando y que el poco tiempo libre que había tenido lo había dedicado a la familia y era un poco ignorante de ciertos temas y más de las costumbres populares pero que el sonido me había encantado. Él se presentó y me dijo que se llamaba Pepe y que la gente le había puesto el mote de “Pepe el Jeta” y que era tañedor y artesano de rabeles. Ciertamente era un personaje muy peculiar y eso si, siempre estaba con la sonrisa en la boca y haciendo chistes. Le pregunté si me vendería un instrumento y riéndose me dijo que claro que a eso se dedicaba y me emplazó para el siguiente día que volviese y elegiríamos un rabel que se adaptase a mí y que los días que me quedasen de estar en la zona, él me enseñaría a tañerlo. Ese día volví a la residencia con un gozo interior como hacia mucho tiempo no había experimentado.
Y así lo hice: volví al siguiente día y el ya me había preparado un rabel y también me dio impresas unas coplas y unos romances, y así día a día y gracias a sus consejos y premisas empecé a tomar cierta agilidad con este mágico artilugio.
Y llego el día del alta: en cierta manera tenia ganas ya de abandonar el lugar, a pesar de que me trataron magníficamente. Pero sabía que iba a echar mucho de menos el bello entorno y sobre todo las tardes con Pepe. Me iban a trasladar a la ciudad por la tarde después de comer, así que fui antes a despedirme de Pepe. Llegue a su garaje y el adivino en mi cara cierta tristeza, y vocifero: “¿Qué ocurriote, Nazario, rediós?” Que me tengo que ir, le dije, y el se río con una larga y gran carcajada como nunca le había escuchado y replicó: “¡Claro y todos nos iremos: aquí no se va a quedar nadie! Su respuesta provocó en mí otra gran carcajada: era tremendo Pepe. Le agradecí los momentos compartidos con él, que fueron maravillosos y el que me enseñase a tañer el rabel, que cuando yo decía “tocar” él siempre me lo recriminaba y me decía “No es tocar, es tañer: que tocar, se toca a las chavalucas”. También me recordaba que todos los días tañese el Rabel, tanto cuando tuviese problemas como cuando todo fuese bien, que es un instrumento que alimenta el alma. Nos dimos un fuerte abrazo y me despedí de él.
Ya después de comer, en la residencia los chicos me subieron a la ambulancia y comenzamos el viaje de unos ochenta kilómetros hasta mi vivienda. Mi domicilio está en una pequeña y bonita ciudad. Cuando lo compré era un pequeño edificio céntrico y muy antiguo de tres plantas, que adquirí por entero y fui reformando poco a poco. Con el dinero de la indemnización del accidente, instalé un ascensor hasta la misma azotea.
Mi esposa, como ya sabéis, a los dos años del accidente se marcho porque necesitaba encontrarse a ella misma. No sé si se habrá encontrado, pero yo ciertamente vivo tranquilo y feliz. Ya  han pasado catorce años desde el accidente y cada día me levanto con más ilusión por vivir. Desde que Pepe me enseño a tañer el rabel, todas las noches subo a la azotea a extraerle melodiosas armonías a la luz de la luna y nunca tuve queja de ningún vecino, es mas, si algún día no subía a tañer, al día siguiente los mismos vecinos me preguntaban el porqué. Lo que más me reconfortaba desde el principio era por las noches ver a los niños que se asomaban a la ventana de sus habitaciones antes de acostarse para mirarme un rato y después dormirse con el sonido del instrumento. Mi vivienda, como os dije, es de tres plantas pero los edificios de alrededor son mucho más modernos y bastante más altos y mi azotea es casi un escenario donde mis vecinos son testigos de mi  trasiego diario. En mi azotea tengo instalado un palomar y una especie de estudio acristalado donde paso casi todo el día y adonde llega el ascensor que me traslada por todo el edificio.

Cuando llegué después del accidente y subía por las noches a tañer el rabel de todas las personas que me observaban y escuchaban, lo que más valoraba eran los niños, pero sobre todo, una niña que se llamaba Violeta. Violeta era una niña en aquel entonces de diez años, invidente de nacimiento. Sin falta, todas las noches abría su ventana para escucharme: era una privilegiada pues la altura de mi azotea coincidía en altura con su ventana al otro lado de la calle. Me encantaba tañer mientras observaba cómo cambiaba su sonriente rostro con los requiebros que yo infligía al instrumento.
Violeta, cuando iba por la calle, siempre iba con su mamá de la mano y estando yo un día de paseo, ella tenía tan registrados los ruidos que yo emitía desde la azotea que adivinó el casi imperceptible sonido de mi silla y grito “¡Es usted, Nazario!” Yo no me había percatado de su presencia y la miré y sonreí; su mamá le dijo que no molestase y le dije que no molestaba para nada; al contrario, que me encantaba saludarlas y que me encantaba sentir cómo escuchaba mis melodías desde su ventana. La niña dentro de una timidez nerviosa dijo que le encantaba el armonioso sonido del instrumento que tocaba y le expliqué lo que era y ella me preguntó que si ella podría tocarlo también algún día. Entonces la madre la increpó que no fuese pesada, que estaba comprometiéndome… Le dije que para nada, que si Violeta quería aprender, yo la enseñaría. Dicho y hecho: al siguiente día, Violeta ya estaba allí tañendo el rabel y ¡que progresión asombrosa! Al mes me dijo que a dos amiguitos de ella, que siempre nos escuchaban, les gustaría también aprender y como yo tenía unos cuantos rabeles, les dije que sin problema, que enseñaría a los que estuvieran interesados. Al poco tiempo tenia dieciséis demandantes. Tuve que llamar a Pepe y encargarle unos cuantos rabeles más que fui a recoger a los pocos días y aproveché para  charlar con él y ponerle al corriente de mis peripecias.
A los críos interesados en aprender a tañer el rabel les dije que les iba a impartir las clases gratuitamente y que además les iba a regalar un rabel a cada uno, pero eso si, previamente debían firmar un contrato en el que se comprometían a tañer el rabel todos los días del resto de su vida aunque fuera una pequeña estrofa y que si no lo hacían, tendrían que devolverme el instrumento.
Así que todas las tardes tenía en mi azotea un pulular de críos, rabel en mano, que tañían con entusiasmo y a la vez pasaban un rato mirando las palomas y compartiendo con sus amigos. Yo, religiosamente, cada noche también subía a tañer el rabel en mis “momentos a solas” aunque supiese que había ojos que me miraban y oídos que me escuchaban.
De eso hace ya catorce años. Sin duda Violeta fue la alumna mas aventajada, en apenas unos meses ya tañía mejor que yo, e incluso con el rabel sacaba de oído temas de los grandes maestros de la música clásica. Lógicamente, la cosa derivó por donde tenía que ir: Violeta al siguiente año empezó sus estudios de violín en el Conservatorio pero en cuanto tenía un rato libre subía a la azotea a ayudarme con los chicos.
Hoy Violeta tiene veinticuatro años y es una gran virtuosa del violín y da conciertos por todo el mundo con gran éxito, pero cuando llega a la ciudad, siempre nos visita y nos organiza un concierto en la azotea.
Catorce años ya desde aquel accidente, ¿qué sería de mí ahora si no hubiese sufrido ese accidente?
Bueno voy recoger un poco y preparar la azotea que esta tarde vienen los chicos a tañer. ¡Anda, mira! Sale el “Repeinao” del portal de enfrente, sale sonriendo le ha debido de ir bien con las ventas pero a mí me dio un despertar un tanto traumático hoy: voy a llamar al electricista que venga y me desconecte el timbre.



Antonio López Gómez



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